Puedes llevar en los labios y sin miedo el color de las paredes; el de las cenizas de tantas cosas que queman y que con el tiempo, a su vez, quemamos. Esa mujer que te mira, tal vez lo ignora, pero lo demuestra. Camina por una casa que no se sabe si está por hacer o por deshacer. En esa duda decidimos quedarnos a vivir, aunque sea dos instantes. Sin nada más que lo que somos y el ahumado de una piel leve que desnuda la mirada hasta sus límites, y les invita a quedarse. Así como sólo es posible habitar lo inhabitable, no dejemos de viajar hasta entre cuatro paredes. Asomémonos a toda grieta, desconchado, rayado de lápiz, mancha y agujero. Indaguemos en las profundidades de las superficies que nos hacen y, como todo lo importante, a su vez, nos deshacen. Lo dijeron los griegos y lo repetirán sin saberlo las civilizaciones interplanetarias del futuro más futuro: Puede que no haya nada más profundo que la piel.
Hay una geografía también para el detenimiento. Es envolvente y brumosa, genera una atmósfera submarina y nocturna. Tiene un perfil de infraestructura, de lo invisible que hace posible lo visible. Ella era otra mancha en el espacio, una mancha resplandeciente, iluminada desde el interior, por texturas exteriores. Ella era el pelo recogido y una oreja que nos interroga desde el silencio. Era el carmín en las uñas, apoyadas y asomadas sobre el mundo. Unas notas ¿o palabras? se han deslizado desde la muñeca. No necesita más. La traslucidez también puede ser un estado mental.